«He engullido un estupendo trago de veneno. -¡Sea tres veces bendito el consejo que me ha llegado!- Las entrañas me arden. La violencia del veneno retuerce mis miembros, me vuelve deforme, me abate. Muero de sed, me ahogo, no puedo gritar. ¡Es el infierno, el castigo eterno! ¡Ved cómo el fuego vuelve a levantarse! Ardo como es debido. ¡Vamos demonio! Había entrevisto la conversación al bien y a la felicidad, la salvación. ¿Puedo describir la visión? El aire del infierno no soporta los himnos! Eran millones de criaturas encantadoras, un suave concierto espiritual, la fuerza y la paz, las nobles ambiciones, ¿qué se yo? ¡Las nobles ambiciones! ¡Y es aún la vida!- ¡Si la condenación es eterna! Un hombre que quiere mutilarse está bien condenado. ¿No es verdad? Me creo en el infierno, luego estoy en él. Es la realización del catecismo. Soy esclavo de mi bautismo. Padres, habéis hecho mi desgracia y habéis hecho la vuestra. ¡Pobre inocente! -El infierno no puede atacar a los paganos. -¡Es aún la vida! Más tarde, las delicias de la condenación serán más profundas. Un crimen, pronto, que caiga en la nada, según la ley humana. ¡Cállate, pero cállate!…Es la vergüenza, el reproche, aquí: Satanás que dice que el fuego es innoble, que mi cólera es horriblemente tonta. -¡Basta!…Errores que se me sugiere, magias, perfumes falsos, músicas pueriles. -Y decir que poseo la verdad, que veo la justicia: tengo un juicio sano y firme, estoy preparado para la perfección…Orgullo. La piel de mi cabeza se reseca. ¡Piedad! Señor, tengo miedo. Tengo sed, ¡tanta sed! ¡Ah!, la infancia, la hierba, la lluvia, el lago sobre las piedras, el claro de luna cuando la campana daba las doce….A esa hora, el diablo está en el campanario. ¡María! ¡Santa Virgen!…-Horror de mi estupidez. ¿No hay allí almas honradas que quieran mi bien?…Venid….Tengo una almohada sobre la boca, no me oyen, son fantasmas. Además, nadie piensa nunca en el prójimo. Que no se acerquen. Huelo a quemado, es cierto. Las alucinaciones son innumerables. Es lo que siempre he tenido: no más fe en la historia, el olvido de los principios (…)». Fragmento del libro Una temporada en el infierno de Arthur Rimbaud.