» La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló por la ventana de una buhardilla donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose como desdichados. Por aquel tiempo, las hadas habían repartido su dones a los mortales. A unos habían dado las varitas misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros, unas espigas maravillosas que al desgranarlas colmaban las trojes de riqueza, a otros, unos cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra, oro y piedras preciosas; a quiénes, cabelleras espesas y músculos de Goliat, y mazas enormes para machacar el hierro encendido, y a quiénes, talones fuertes y piernas ágiles para montar en las rápidas caballerías que se beben el viento y que tienden las crines en la carrera. Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al otro el iris, al otro el ritmo, al otro el cielo azul.
La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero:
-¡Y bien! ¡Heme aquí en la gran lucha de mis sueños de mármol! Yo he arrancado el bloque y tengo el cincel. Todos tenéis, unos el oro, otros la armonía, otros la luz; yo pienso en la blanca y divina Venus, que muestra su desnudez bajo el plafón color del cielo. Yo quiero dar a la masa la línea y la hermosura plástica; y que circule por las venas de la estatua una sangre incolora como la de los dioses. Yo tengo el espíritu de Grecia en el cerebro, y amo los desnudos en el que la ninfa huye y al fauno tiende los brazos. ¡Oh Fidias. Tú eres para mí soberbio y augusto como un semidiós en el recinto de la eterna belleza, rey ante un ejército de hermosuras que a tus ojos arroja el magnífico Kitón, mostrando la esplendidez de la forma en sus cuerpos de rosa y de nieve. Tú golpeas, hieres y domas el mármol, y suena el golpe armónico como un verso, y te adula la cigarra, amante del sol, oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los Apolos rubios y luminosos, las Minervas severas y soberanas (…).» . Fragmento del poema en prosa, La reina Mab, del poeta Rubén Darío.