Me llama una amiga que trabaja en Brasil, exactamente en Belohorizonte, para decirme, feliz y radiante que es la nueva directora de un centro de atención para chavales dogrodependientes que deciden iniciar la rehabilitación social para poder ser personas normales y trabajar. A Raquel la conozco desde hace años cuando vino a Madrid a estudiar un curso de doctorado convalidado en su país como excepción, en esta ocasión a su edad: tenía casi 40 años y allí y aquí consideraban que era «demasiado mayor» para seguir formándose. Lo consiguió y vino. Fue un año espléndido. Siempre admiré de ella, su amor por los demás, su dedicación, la verdad es que lo admiro en cualquier faceta y rama del Trabajo Social.
Recibo la llamada justo cuando en la tele están poniendo un anuncio sobre el alcoholismo en los adolescentes; según la estadística un 45% considera «normal» emborracharse y un 63% de entre 11 y 17 años se embriaga de manera continua y como algo adquirido en su quehacer diario.
Comentamos al respecto, ella está acostumbrada a estas cifras y a peores, según me dice. Que siempre se justifica todo buscando culpables y no buscando soluciones y que si eso es ser «normal» que no lo quiere ni regalado, ha visto demasiado en sus 30 años de cuidados. Volvemos al anuncio publicitario y tampoco nos queda muy claro a ninguna de las dos, que en nuestras vidas hemos optado por el trabajo, la permanencia, la constancia, el estudio…en nuestros años de adolescencia. Quedamos en volver a ver el anuncio y valorar el contenido y la manera. Independientemente de eso, sabemos que una solución es crear puestos de trabajo con salarios dignos para que los jóvenes puedan vivir y no tengan que elegir las drogas o el alcohol como salida a sus vidas. Me dice: mira Mónica, aquí vivir no es fácil, pero vivimos, lo intentamos. Sonrío y ella lo nota. Nos separan millones de kilómetros pero siento, que para el humano, las distancias no existen. A todos nos pasan las mismas cosas, la diferencia está en cómo las resuelve cada uno. En saber renunciar.