Aterriza el avión con un vaivén al lado del mar que me estremece. Vuelvo a Lanzarote 30 años después. Cumplí en la isla mi primer año de vida y mis padres, en cada conversación, trasladan una alegría y una felicidad única. Veo las fotos de esa primera tarta de cumpleaños y me emociona sentir el recorrido de esa niñez, de esa dulzura y de esa alegría y sonrisa que heredé y que trato de cultivar a cada momento.
Reconocer que uno ha tenido infancia le permite pensar en el futuro. Y la verdad es que, personalmente, tuve una preciosa.
Descubro la inmensidad de un paraje y un paisaje volcánico magnífico. En su momento, cuando viajé a Sicilia y visité el Volcán Etna me quedé prendida con el espectáculo natural que producen sus erupciones, en Lanzarote es algo similar pero diferente, kilómetros y kilómetros de lava que han agrandado la isla de una manera considerable. El Timanfaya y la vista desde el Mirador del Río de la Isla de la Graciosa y de los islotes de Montaña Clara y Alegranza son naturaleza pura y el aire que se respira, igual.
La anécdota es que por primera vez en mi vida y en mis viajes he tenido que pagar para bañarme en una playa: en la Playa del Papagayo, que son cinco calas al sur de la isla que forman parte de la reserva natural y como en una especie de puesto fronterizo con barrera hay que pagar 3 tres euros para adentrarse en una carretera de arena, por supuesto sin asfaltar, para llegar a las calas, eso sí, merece la pena y mucho. Ya veremos a ver si la zona no sucumbe a los «encantos» urbanísticos de la zona y terminan construyendo esa serie de apartamentos en masa con opción a playa privada incluida…
Lo que no encontré fue la cueva donde empecé a andar. Porque parece ser que mis primeros pasos los di en una cueva donde mis padres iban a pescar con un grupo de amigos. Tengo que reconocer que siempre me ha fascinado esa historia cada vez que me la cuentan. ¡Qué cosas tiene la vida ¿verdad?!