«El termómetro bajaba lentamente porque el mirlo había dejado de cantar y pensaba lanzarse de un trapecio al medio del mundo. Ahora sólo una cosa temo y es que tú salgas de una lámpara o de algún florero y me hables en términos elocuentes como hablan las magnolias en la tarde. El cuarto se llenaría de libélulas agonizantes y yo tendría que sentarme para no caer al suelo sin conocimiento. La muerte sería el pensamiento mismo. Reflejado en todas partes donde se vuelvan los ojos. Sobre el castillo el esqueleto del general hará señas como un semáforo. Nosotros contaremos las calaveras que se arrastran por el campo atadas a través de una cuerda interminable a la cola del caballo sonámbulo que nadie reconoce como suyo. Los esclavos negros aplaudirán sobre el vientre de las esclavas tan ebrias como ellos sin darse cuenta de que el viento es un fantasma y que los árboles allá lejos flotan sobre un cementerio.
¿Quién ha contado todos sus muertos? ¿Y si se abrieran todas las ventanas y si todas las lámparas se ponen a cantar y si se incendia el cementerio? Por cada pájaro del cielo habrá un cazador en la tierra. Sonarán los clarines y las banderas se convertirán en luces de Bengala. Murió la fe, murieron todas las aves de rapiña que te roían el corazón. Pasan volando las estatuas migratorias.
En la llanura inmensa se oye el suplicio de los ídolos entre los cantos de los árboles. Las flores huyen despavoridas. Se abren las puertas de una música desconocida y salen los años del mago que se queda sentado agonizando con las manos sobre el pecho. Cuántas cosas han muerto adentro de nosotros. Cuánta muerte llevamos en nosotros. ¿Por qué aferrarnos a nuestros muertos? ¿por qué nos empeñamos en resucitar nuestros muertos? Ellos nos impiden ver la idea que nace. Tenemos miedo a la nueva luz que se presenta, a la que no estamos habituados todavía como a nuestros muertos inmóviles y sin sorpresa peligrosa. Hay que dejar lo muerto por lo que vive (…)».
Fragmento de Temblor de cielo, libro del poeta Vicente Huidobro.