No amanece el cantor: «El cuerpo del amor se vuelve transparente, usado como fuera por las manos. Tiene capas de tiempo y húmedos, demorados depósitos de luz. Su espejo es la memoria donde ardía. Venir a ti, cuerpo, donde mi cuerpo está dormido en todas tus salivas. En esta noche, cuerpo, iluminada hacia el centro de ti, no buscaba el alba, no amanece el cantor. No dejéis morir a los viejos profetas pues alcanzaron su voz contra la usura que ciega nuestros ojos con óxidos oscuros, la voz que viene del desierto, el animal desnudo que sale de las aguas para fundar un reino de inocencia, la ira que despliega el mundo en alas, el pájaro abrasado de los Apocalipsis, las antiguas palabras, las ciudades perdidas, el despertar del sol como dádiva cierta en la mano del hombre.
La paciencia del sur. Sus enormes lagartos extendidos. El caparazón oscuro de la noche mordido por la sal. No llega la pregunta a convertirse en signo. Interrogar, ¿por qué? ¿Quién nos respondería desde la plenitud solar sin destruirnos?
Tenía el mar fragmentos laminares de noche. Los arrojaba al día. Para que el ave tendida de la tarde no pudiera olvidar al día. Para que el ave tendida de la tarde no pudiera olvidar su origen en los terribles pozos anegados del fondo.
Y tú ¿de qué lado de mi cuerpo estabas, alma, que no me socorrías?
Inmersión de la voz. Las aguas. Entregaste en el origen. Cabeza decapitada junto al mar. Después no quedan más silencios.
Veo, veo. Y tú ¿qué ves? No veo. ¿De qué color? No veo. El problema no es lo que se ve, sino el ver mismo. La mirada, no el ojo. Antepupila. El no color, no el color. No ver. La transparencia.
El centro es un lugar desierto. El centro es un espejo donde busco mi rostro sin poder encontrarlo. ¿Para eso has venido hasta aquí? ¿Con quién era la cita? El centro es como un círculo, como un tiovivo de pintados caballos. Entre las crines verdes y amarillas, el viento hace volar tu infancia (…)». Fragmento del libro El fulgor del poeta José Ángel Valente.