«Su último amigo lo había echado fuera. Su libertad se hacía más grande. Grave, con su disfraz de abigarrado faldón, fijaba el punto culminante del universo. Y mientras los demás, por caminos sesgados, iban resueltos y actuando sobre seguro, él permanecía expuesto al blanco de la calumnia y de los juicios prematuros. El consuelo que hubiera podido brindarle su gran juventud dejaba paso a la desesperación que le sugería la eternidad del mundo y la crueldad de nuestro paso efímero. Joven, se sentía viejo y sabía que no disfrutaría del renombre que se esforzaba en alcanzar.
Todo le parecía vano; su mirada recorría el infinito y su espíritu que no comprendía nada presentía algo sublime. Carecía de esos pesados equipajes que obligan a rutas conocidas y más fáciles. Al mismo tiempo su ligereza angélica lo volvía imponderable. Esta superioridad desastrosa lo aislaba y lo destruía a su vez. Una mediocridad amistosa y soberana lo sofocaba. ¡Qué perfecto el sapo que carezca de alas! Finalmente, perpetuando las leyendas de un tiempo en el que las leyendas han muerto, él recorre su trayecto con gran contraste, viviendo por debajo de la mediocridad en un estéril sueño de grandeza. Por suerte el Verano quemaba los tejados. Su exaltación se secó bajo el sol que lo acompañaba reconfortándolo. Y en la vida intensa que/ lo rodeaba un compañero/ alegre cantaba/ Pronto/ le fue posible/ ver más lejos/ un resplandeciente polvo de oro se levanta al final de la calle/ es una nube de apoteosis en la que todo desaparece/ las 5 en la estación Saint-Lazare/ El silbido estridente de un tren que me persigue.
Por una franja de cielo claro en el horizonte, ¿a quién ha dado mi alma? Una farola crudamente real se destaca en el marco de la ventana y sosiega la extravagancia de los sueños. Aquí es donde hay que quedarse y luchar contra la acometida de los nervios que nos descarrían. La verdad y la locura se liberan dejándonos toda la responsabilidad de nuestros actos…». Fragmento de la novela en verso del poeta Pierre Reverdy.