Woody Allen y García Márquez son dos maestros de la vida. El primero en el cine y el segundo en el periodismo y la literatura, mis tres pasiones. Con la última película de Allen, Melinda y Melinda nos reímos muchísimo. Es deliciosa, divertida, viva, con una brillantez exquisita. Y claro que nos hace pensar en la vida, en la risa, en el optimismo, etc. Desde luego que todo depende de la mirada, así que de nosotros depende sentir la vida como tragedia o comedia, y esto se puede llevar a todos los ámbitos de la existencia. Es el ejemplo de la botella medio llena o medio vacía. Nadie mira igual, siente igual o besa igual, ahí está lo divertido del asunto. Woody Allen es todo un aprendizaje, un lujo de director, enamorado de España, y que promete rodar en Asturias o San Sebastián en breve. Es un genio del celuloide que en Melinda y Melinda muestra una faceta entrañable y vivaz.
Y qué les voy a decir del último libro de Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes, pues ¡que sabe a poco!. Es excelente, como todo lo que escribe. Creo que más bien es un pequeño apunte de una historia que podría ser una novela más larga. Lo he leído dos veces y me parecen trazos contundentes de un pensamiento escritos de un plumazo. Una reflexión. Eso sí, perfecta.
De García Márquez aprendí la constancia, no bajar la guardia, el compromiso con lo que uno hace. Es decir, hacer sin esperar resultados, escribir porque te lo pide el alma, escribir y escribir. Por circunstancias diversas he leído y releído Cien años de soledad en multitud de ocasiones y, no me canso de hacerlo. Pero, reconozco que cuando leí sus memorias, Vivir para contarla, me emocioné; de ahí el título de esta columna: Vivir para contarla. Para el periodismo, la poesía y el psicoanálisis no hay otra manera: vivir para contarlo. La frase es perfecta. Trabajar, amar, leer, viajar, escribir, hablar, cine, pintura, teatro, poesía, engloba todo. Es universal. Es la vida.
Melinda y Melinda son dos miradas. Memoria de mis putas tristes, un regalo.
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